Hoy he recibido por fin el libro de Costa Badía "Los museos no son para sentarse" y, al leerlo, la secuencia ha sido viaje, risa, indignación, en bucle hasta el final. Por supuesto, como me imaginaba, me ha hecho empatizar, pensar y recordar.
Al hilo de la experiencia que Badía relata sobre su visita a un museo de Castellón, recuerdo que hace unos cuatro veranos estuve en París acompañando a una amiga artista plástica que por entonces tenía una beca en Cité des Arts. En una de nuestras salidas por la ciudad, nos acercamos al Palais de Tokio, centro de referencia en la exhibición de arte contemporáneo, a ver qué se cocía por allí. El edificio me impresionó -una vez más, en esa ciudad, un lugar me sobrecogía- alto, rudo, gris y enigmático. Pronto me puse a rastrear la fachada exterior en busca de formas que me recordasen a otros museos conocidos. Columnas, algún pórtico que señalase la entrada principal, cartel anunciador, puerta oculta, estatua conmemorativa... Sí que lo tenía todo, pero en versión contemporánea. Me dejé guiar, ya que mi amiga ya había estado por allí antes, de modo que entramos a un espacio que tengo borroso en mi memoria. De lo que sí me acuerdo con nitidez es de un gesto -para mí insignificante- que hice y que destapó toda una serie de pensamientos que desembocan en este escrito, como digo, varios años después. Parece que al fin y al cabo no fue tan insignificante.
En un momento determinado me fui a sentar sobre lo que me pareció un banco de piedra. Bueno, más bien era la fría repisa inferior de un gran ventanal abierto en un muro.
Debió activarse un protocolo invisible de alerta roja porque, una mujer joven a la última moda alternativa salió de la nada y se dirigió hacia mí con el brazo extendido, a cámara súper lenta, con gesto de querer impedir la detonación de la bomba atómica. Mi amiga, quien domina a la perfección la teoría y práctica del saber estar en cualquier contexto, se sumó rápidamente a reprender mi comportamiento maleducado. De repente me sentí como una niña pequeña que no se está dando cuenta que "ahí" no se puede hacer "eso". No es que me hubiese acercado a una obra a dos centímetros de distancia o que hubiese puesto en peligro la integridad física de alguien. Es que había apoyado una nalga en el edificio.
The Palais de Tokyo, Europe’s largest center for contemporary creation, is effervescent, audacious and pioneering. It is the living place of today’s artists. https://palaisdetokyo.com/en/who-we-are/
<<El Palacio de Tokio, el centro europeo más grande para la creación contemporánea, es efervescente, audaz y pionero. Es el lugar de vida de los/las artistas de hoy>>. El sitio más "in" que te puedas imaginar, pero "es que ahí no te puedes sentar". 8.000 metros cuadrados de hormigón y acero, 4 plantas, no puedes permanecer estática, ¡qué despropósito!, ni tampoco descansar en cualquier sitio, ¡qué desvergüenza!. Mejor en movimiento y ligerito o ve a la cafetería. ¿Qué sentido tiene un lugar <<sociable y desafiante, generoso y vanguardista, acogedor y radical, poético y transgresor, es un espacio para aprender, experimentar, sentir y vivir, un espacio del que surge lo inesperado>> (como reza la misión del centro) si es tan complicado detenerte durante el recorrido?
Por contra, esa mujer que se nos acercó nos ofreció una visita guiada personalizada, en francés que yo a duras penas entiendo. Un servicio inesperado propio de un país más dispuesto a la cultura que el nuestro. Me dio la impresión de que fue una forma cariñosa de hacerme pasar el trago vergonzoso de mi imperdonable gesto (a mí y a mi amiga, a quien de rebote había puesto en evidencia) y correr un tupido velo. Es entonces cuando me acordé de Carol Duncan, de la disciplina de los cuerpos en el espacio sagrado del museo, en la brecha entre arte contemporáneo masculino y sociedad, en la infantilización de los públicos y en el ritual civilizatorio museístico. De todos esos asuntos que traté hace unos años en mi investigación de tesis. Aspectos que, obviamente, siguen sin resolverse. En 1995, Duncan decía que el Estado espera que los museos confirmen "su" idea de arte. Obviamente el Estado, los Estados (porque esto puede pasar en todos los países), esperan que siga existiendo una falla tan grande entre tú y el arte como para que seas incapaz de cuestionar lo que hay a la otra orilla. Para que te sientas como una pobre en un palacio. Siempre inepta y por debajo.
Al leer a Badía pensaba en las diferencias entre una estación de tren, un museo y un supermercado. En nuestro mundo capitalista, todos ellos podrían verse como servicios cuyo fin último es vender algo a la clientela. Con normas y accesos estandarizados, todos presuponen una dinámica rápida, un continuo "estar de paso" de cuerpos normativos jóvenes desasosegados. Aquellos que se salen de la norma, preguntan más de la cuenta o simplemente se quieren parar a descansar comienzan a dar problemas y es así cuando ponen en marcha la operación-hostilidad.
Señores museólogos,
Democratizar el espacio del museo no significa solamente vender más entradas o llenar el cupo de las visitas guiadas. Los centros culturales públicos deben garantizar el acceso universal. Y, sobre todo, el arte contemporáneo es un tipo de producción cultural que a menudo requiere de lectura, contexto, tiempo, diálogo, experimentación, debate, reposo, acción, negociación. Dejen de plantear los espacios museísticos como si fueran pabellones de exposición moderna o salones parisinos decimonónicos.
Atentamente.
Pero, de cualquier modo, qué bueno es ver que, en medio de estos mecanismos mercantilistas, una mirada inquieta y atenta como la de Costa Badía puede revivir la sensibilidad que la ciudad nos quiere arrebatar. "Los museos no son para sentarse", lectura obligatoria. Como Virginia Woolf, parece decir: no hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas poner a la libertad de mi mente.
_ Fotografías del Palais de Tokio extraídas de su web https://palaisdetokyo.com/